18 años, una Nikon y su hija: el fuego lento de Pelayo Lacazette

Hay fuegos que no se ven, pero arden. Lentos, silenciosos, constantes. Como un guiso que empieza con apenas un hilo de aceite en la cazuela y termina, horas después, llenando la casa entera con un olor que sabe a infancia. Así es esta serie de fotos de Pelayo Lacazette que encontrarás al final de este texto y que acumula más de un millón de visualizaciones: un fuego que ha tardado dieciocho años en hacerse. Una colección de selfies tomada siempre el mismo día, su fidelidad a una Nikon y la misma protagonista: su hija. Que ya no es una niña. Que ya no cabe en brazos como cabía. Que ya no mira igual.

 

Fotografía collage de Oui Oui

 

La viralidad es una cosa extraña. Suele premiar lo rápido, lo inmediato, lo fácil de olvidar. Por eso emociona tanto cuando el mundo se detiene, aunque sea un momento, para mirar algo que lleva dieciocho años cocinándose. No es su trabajo más conocido —Pelayo retrata bodas, amores que empiezan—, pero quizá sea este el retrato más fiel del amor: el que permanece. El que se repite. El que no necesita grandes palabras ni retoques, solo constancia.

 

Por el camino han pasado gatos, canas y adolescencia. Algún cambio de peinado, un estirón, una arruga nueva. Incluso el tipo de foto cambió: de lo analógico a lo digital, sin que por ello se rompiera el hilo. Y sin embargo, también eso: lo que permanece. Vi las fotos sueltas, año a año, y me parecieron tiernas. Me detenía unos segundos, sonreía, pasaba a otra cosa. Pero al verlas juntas… ahí está el truco. Porque la emoción no está solo en el cambio, sino en lo que queda. En los ojos, el gesto, la manera en que una hija se abraza sin miedo a su padre. Hasta que un día, sin que nadie avise, empieza a caminar sola. Ya no es la misma. Y tampoco él. Y, sin embargo, ahí siguen. Cada año. Cada clic.

 

Me encanta —me conmueve, en realidad— porque siento que formo parte de esa obra. Porque al haber visto muchas de esas fotos año tras año (quizá alguno no), al haberme detenido en ellas, al haberlas sentido mías por un instante, también he sido testigo del tiempo que pasa. Y de la belleza de dejarlo pasar sin intervenir demasiado. Porque no hay obra más pura que la propia vida.

Y a veces, solo a veces, la vida decide revelarse como arte.

Sigue habiendo espacio para los románticos.
Sigue habiendo hueco para los guisos reposados.

Y brindo por ello.

 

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