No hay periodo más excitantemente gastronómico a lo largo del año que la navidad. Esta época en la que nos encontramos, de incierta delimitación temporal (para algunos empieza cuando se acaban las clases, para otros cuando ya está puesto el belén) tiene como indudable protagonista un cambio en nuestras costumbres alimenticias diarias. En ninguna otra época del año se justifica durante tanto tiempo y con tanta intensidad la ingesta de turrones, mariscos, embutidos, licores, bizcochos o pasteles.
El cine, del que ya hemos hablado por aquí como medio de representación de la realidad y de las inquietudes frente al mundo que nos rodea, se ha encargado también de registrar estos comportamientos nerviosos que nos acompañan junto a las bajas temperaturas y las luces de colores. En la película de 2004 Polar Express, dirigida por Robet Zemeckis, un niño que comienza a perder la ilusión por la navidad se embarca en una aventura como pasajero de un tren hacia el polo norte. Durante la travesía, el revisor del tren (Tom Hanks) ofrece un refrigerio a los pasajeros, y la secuencia que se reproduce a continuación emula con fidelidad el frenético estado de ánimo de un niño en navidad.
De la relación entre el niño y el dulce y el dulce y el niño algo sabía Roahl Dahl (1916-1990) y no por capricho su célebre obra Charlie y la fábrica de chocolate tiene lugar en invierno. Sus páginas originaron varias adaptaciones cinematográficas. La cinta de 1991 dirigida por Mel Stuart es algo menos adecuada para el tema que nos atañe, si bien resulta indiscutiblemente un clásico por mérito propio que ha inmortalizado a Gene Wilder como el Willy Wonka de irónica sonrisa y gesto burlón.
Es la adaptación que realiza Tim Burton en 2005 la que consigue entender mejor la locura transitoria que padece un niño en esta época del año. Su despliegue tecnológico y buen ritmo juegan a favor de actualizar la historia de Dahl, que no es sino un paseo por los cuatro pecados capitales de la navidad: consumismo feroz, individualismo egoísta, mala educación e irresponsable glotonería. Burton maquilla de ópera pop su crítica hacia estos defectos, y aunque la gula se lleva un buen azote en varias ocasiones, el final redentor se presenta igualmente cercano a la gastronomía: con la típica cena familiar alrededor de una mesa repleta de exquisitos manjares.
Empezábamos el artículo nombrando las fiestas de navidad como el periodo más «excitantemente gastronómico» del año. Tal vez haya que hacer una aclaración geográfica, pues Estados Unidos tiene un par de temporadas que compiten en igualdad de condiciones con los dominios de Santa Claus, como la muy patriótica «thanksgiving» (con su gigantesco pavo en el centro de la mesa) o la cada vez más exportada noche de Halloween (y sus dulces a cambio de evitar sobresaltos). Sin ir más lejos, sería también Tim Burton junto al experto animador Henry Selick el encargado de enfrentar oficialmente el 31 de octubre y el 25 de diciembre en la película Pesadilla antes de navidad e incluso ofrecer (al menos, en la versión doblada) un par de líneas al desconcierto gastronómico de Jack Skeleton.
«¡Mirad!
¡Familias reunidas cuentan cuentos mientras comen el turrón¡
¡Qué horror!»
Pero aquí en España a la hora de pensar en comilonas, y sin profundizar en delirios autonómicos, nos quedamos con la navidad, como dios manda. En Plácido, de Luis García Berlanga, se cuestionan rituales tan instaurados como la cestas de navidad o las cenas de nochebuena. Porque en nuestro país, la navidad tiene una ligera función establecedora de estatus gracias al tamaño de las gambas que resulta entre lastimera y siniestra. Y el maestro valenciano retrata con acierto (como siempre) pero también con dureza ese doble confundido y atemorizado en el que algunos nos convertimos en estas fechas y que deberíamos dejar de lado, para parecernos más a un niño con un turrón en la mano.
Muy felices gastro-cinéfilas navidades, queridos lectores. Hasta pronto.
By Santi Alverú