Al venir a vivir a Madrid, como buen chico de provincias con complejos para repartir, una de las primeras cosas que procuré fue agenciarme nombres de bares y restaurantes que, conociéndolos o no, poder recomendar a amigos que viniesen de visita o a nuevas amistades fabricadas en la capital. Así, en cuanto tomaba un par de míseras cañas en este bar o cenaba únicamente una noche en aquél restaurante, colaba luego sus nombres en conversaciones intranscendentes para, dicho llanamente, quedar guay.
Para mi sorpresa, esta resulta una práctica extendidísima en Madrid. Los propios pobladores de la capital desconocen mucho de ella, así que tiran de sus escasos recursos igual que hacía, pues ahora procuro evitarlo, yo mismo.
En Caripén, ahora sí, restaurante que nos ocupa, ocurre un proceso curioso. En primer lugar, estoy seguro de que muchos madrileños no saben de este cautivador local, con aspecto de club secreto en el que se sirve una cocina honesta y sin ruidos. Por otro lado, es probable que esta sea precisamente su mejor seña de identidad: a Caripén, como a la Isla de Tortuga, da la impresión de que acudan únicamente, y una y otra vez, los que ya saben dónde está. El boca a oreja, suficiente carta de presentación, si, como a mi, les hablan de un local con perturbadoras esculturas, servicio atento pero con personalidad, música de los ochenta mientras se cena, y qué cena.
Bueno, ¿y qué hemos comido?
Nada más entrar, nos plantaron algo soberbio: un tonel con mantequilla para untar en pan. Vamos, para dejarlo ahí, volviendo a casa feliz. Pero la carta era tentadora, así que no me permití caer en la muerte prematura. Continué investigando, hubo que decidir.
De entrada, siempre bien aconsejado por un personal al que no asustan los excesos, pedí los mejillones de roca. De nuevo, podríamos haber parado. Ración abundante, acompañados de una salsa de nata espectacular. Uno de sus platos estrella.
Como plato principal, el tartar de carne me llamó la atención. No fallé: resultó sabroso, bien acompañado de un puré de patatas casero y una de las ensaladas, desconozco si este dato les parecerá relevante o no, mejor aliñadas que recuerdo.
De postre, ay, un nombre me gritaba desde el fondo de la carta y resultó imposible no acudir a su llamada. Se trataba del Negro en camisón. De acuerdo con la esencia del plato, prefiero no enseñarles nada. Vayan y pídanlo (no muerde). Lo que sí les puedo enseñar es el sorbete de cava, que también pude probar, deseando que esa noche no acabase nunca.
Caripén es sin duda, el lugar más inesperado en el que he cenado en Madrid. Leyendas y cuentos circulan sobre lo ocurrido entre sus paredes. Pueden consultar los precios en su web, y aunque parezca menos asequible depende de para qué bolsillos, la relación calidad precio, junto al ambiente único, lo convierten en una opción estupenda para un capricho, una noche divertida y distinta. Si pensaban que Madrid se les había quedado pequeño, en este rincón hay mucho que disfrutar.
Acudan y no cuenten qué les ha ocurrido allí, gastrónomos. Hablen de él a sus conocidos después, pero no como mencionaba al principio, sino como el que relata la ubicación de un tesoro enterrado, con mucho cuidado. Si ya lo conocen, vuelvan, porque seguro que las historias se renuevan. Yo todavía he de comprobarlo, pero sin duda no tardaré mucho. Si me ven por allí, saluden.