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Cuarto programa de MasterChef. Y de postre, discordia.

Se palpa el temor. Se nota en el ambiente. El programa avanza y no tenemos grandes enemigos ni mucho conflicto. Así que aquellos que manejan los hilos detrás de las cámaras de MasterChef han decidido sembrar algo de odio y rencillas entre los concursantes, para ver si por lo menos se puede cocinar un programa decente. Que vaya envidia de «Gran Hermano», que allí las broncas salen solas. Que si a Belén Esteban no le apetecerá cocinar. Que si yo debería haber trabajado en «Supervivientes».

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Nada más empezar se hacía mención a alguna bronca ocurrida en la casa, pero no se filtraron más que murmullos. Los participantes estaban demasiado ocupados intentando emular la falsa mandarina de caramelo de Jordi Bordas, similar a aquella manzana que cocinó Jordi Roca en pasadas ediciones. Les dejaban la receta: un poco como hacer un examen con apuntes. Pero incluso así en mi clase había quién suspendía.

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Encina salió airosa porque a la señora le dejas que te cuente un chistecito y que te fría un huevo y acaba cayendo bien hasta a los del Mossad en un interrogatorio. Los demás no tienen esa suerte y tan solo se salvaron Andrea y Carlos. Carlos, el cani. Sí. Qué les enseñarán a estos en el gimnasio, a ver si voy a ir un día y en realidad lo que hacen ahí son tartas. Pablo se quedó preocupadísimo porque Jordi le rompió un plato en las narices y se pasó el programa con cara de suicidio.

Una vez pasada esa primera prueba, el siguiente esfuerzo por alimentar tensiones se tradujo en enviar a los jueces a la casa de los aspirantes antes de amanecer, y despertarles al más puro estilo militar/campamento de verano. Ambos lugares donde la convivencia es lo primero.

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Y de su casa, a organizar unas bodas de oro en Cuenca. Pobres ancianos, vaya maldición que te toque esta peña como responsables del menú de tu boda. Yo no les dejo ni organizar un cumpleaños en Parkilandia. Raciones que no llegan, crema de queso con textura de sopa de queso, bacalao por el suelo y Kevin diciéndole a Encina que no le raye, que él se hace solito su tupé todos los días, que algo sabrá. Y Eva, la presentadora, no paraba de repetirle a la «feliz» pareja que tenían que durar cincuenta años más. A lo que el marido, visiblemente emocionado, parecía responder con su silencio que lo que sea, pero que si no podían traerle algo comestible. Hijos desheredados en tres, dos, uno…

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Última prueba y última oportunidad para el odio. Cada ápice de este sentimiento estaba reservado para Lidia, la nutricionista. La que no le daba chorizo a su hijo, la que no había venido a hacer amigos, la que cocina sin sal, la que realiza experimentos con niños y la que no te responde aunque le haya salido el doble tic azul del WhatsApp. Ella se llevó la mayor parte del castigo: cada aspirante podía robar a otro un ingrediente del pollo a la pepitoria. Y Mila le quitó a Lidia el pollo. Con dos huevos.

Entre frase de Lidia y frase de Lidia («yo no he venido aquí a hacer amigos») les mandaron hacer un Sandwich. Los mejores los podéis comer en los restaurantes Rodilla. El de Lidia no lo pidáis, porque creo que lleva veneno como ingrediente principal. Veneno ECOLÓGICO, por supuesto. Aquí una imagen de Lidia cocinando el sandwich:

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Al final los responsables de MasterChef vieron como sus intentos de sembrar el odio se vieron sepultados por una mediocridad general, que no permitió que nada germinase. Se fue Raquel, que siguiendo con las analogías de estudiantes, es como esa chica de clase que solo va al examen. Yo ni sabía que estaba en este programa, pensaba que la había visto en «Ahora Caigo».

A mí este programa de MasterChef me ha parecido flojo. Igual es que echo de menos que cocinen patatas mal cocidas. Ya veremos, el siguiente lo comentamos de nuevo. ¡Saludos gastrotelevidentes!logo

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