Así reza una de las paredes de las oficinas de Neozink y así quiero comenzar este texto en el que hablaré sobre el ocio y la coctelería con nocturnidad y alevosía. Porque sí, en ocasiones —me atrevo a apuntillar la frecuencia para no sonar tan catastrofista— el futuro ya no es lo que era.
Hace unas lunas, hablando en una de esas barras clásicas de la noche madrileña, nos hicimos la pregunta de cómo serían recordados nuestros bares actuales. Remarca alguna erre para ponerte a la altura de los interlocutores.
Lo reconozco, soy de esas personas a que le gustan los locales con solera, las coctelerías clásicas, la decoración auténtica, la madera “de verdad”, el mármol y me aborrecen los bares todos iguales pagados para la marca de turno, la ausencia de esencia (que difícil de pronunciar todo bien) y la carencia de pasión por la profesión. Y no, no voy a negar que en “todo tiempo pasado siempre fue mejor” hay una parte de idealización de lo que nos precede que cada generación tiene con la anterior. Pero, caminando por la calle del Pez, íbamos comentando que los locales recién abiertos son —casi— todos iguales y, salvo excepciones, que las hay y maravillosas, dudo mucho que dentro de más de 150 años, como sucede con el 1862 Dry Bar, nuestra descendencia sea capaz de sentarse en una de esas barras. En primer lugar, porque no creo que sobreviva a nivel estructural el conglomerado que imita a la madera o el falso ladrillo a vista pero también porque no van a tener historia que contar.
Como digo —y me repito— hay unas preciosas excepciones que confirman la regla y jóvenes maravillosos que se dejan la piel creando su negocio, poniéndole mimo y sirviéndote sus mejores recetas. Ahí es donde hay que estar.
Me recuerda a cuando miro la ropa antigua o esos bolsos que ya mi madre heredó de la suya y me doy cuenta de lo que denominamos el fast fashion con su calidad “efímera” va a robar a los nietos del futuro. Les va a privar de la sensación de lucir algo que tiene un recorrido a sus espaldas, de la maravillosa sensación de ponerte en la piel de esa persona, de apreciar los materiales y analizar cómo se hacían en ese momento las cosas.
Por eso de lo nuevo hay que apoyar lo auténtico, la gente con proyectos chulos y ganas de que en sus mesas se cuezan historias, amoríos y debates políticos.
Espero que mis bisnietos añoren mi época como yo fantaseo con el de los míos cuando me siento en sus barras.
Post Scriptum. Días después de escribir este texto he vuelto por aquí para rematarlo con otra reflexión. El sábado 5 de febrero, o bien ayer, se celebraba en Oviedo el 40 aniversario del Borrachín al que tuve la suerte de ir y que de forma impecable organizaron José y Farpón.
Sobre esa barra de madera maciza y tras más de cuatro décadas, han pasado todo tipo historias, muchas más que veces se ha pasado la bayeta. Porque Borrachin es terapéutico con su esencia, con sus personajes clave, con su chorizo de Tarabico, con la tranquilidad que caracteriza a Angelín, con sus partidas de cartas, su baraja sobada y su popurrí generacional.
Allí no buscamos la última vajilla, la ginebra de moda o las fotos instagrameables entre la oscuridad. Allí se es y se está y no se aparenta. Jóvenes y los que lo fueron mimamos y respetamos un rincón que consideramos que es nuestro. En resumen, la esencia de un bar de verdad. Y qué importante es tener uno.
Gracias Angelín. Ojalá 40 años más.