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HASTA AQUÍ HEMOS LLEGADO

¡Hola gastrónomos!

Puede sonar a despedida, y en cierta parte lo es, pero desde luego, no de vosotros, si no de algo que me tiene ligeramente mosqueada e interesada a partes iguales. He buscado, me he informado y he tratado de analizar los bombardeos que he sufrido de un tiempo a esta parte.

Desde que leyese por primera vez el concepto «greenwashing«, no dejo de darle vueltas a la cabeza a lo que realmente conlleva y en detrimento de qué realizan esta clase de acciones las grandes multinacionales de cualquier industria, ya sea la textil, la agroalimentaria o la automovilística.

¿Y de qué va todo esto? Se trata del también denominado ecoblanqueamiento o lavado de imagen verde. «Los esfuerzos de ecoblanqueamiento varían desde cambiar el nombre o la etiqueta de un producto para evocar el medio natural sin que haya variado su impacto ambiental o sobre la salud, hasta campañas publicitarias multimillonarias que retraten a empresas altamente contaminantes como respetuosas con la naturaleza» explica Wikipedia.

Personalmente, la actual preocupación de las grandes marcas por el medio ambiente y nuestra salud me resulta cuanto menos inquietante. Si bien es cierto que siempre hay tiempo para corregir los errores del pasado, no puedo encontrarle una explicación a que quienes son los principales culpables de toda clase de problemas, ya sean medioambientales o sanitarios, sean los mismos que traten de ponerles un parche y desinfectar las heridas. Como concepto, ver al sector industrial alarmado y concienciado con sus acciones, me parece loable, muy loable. El único y gran problema que le veo a todo esto es que, paralelamente, lejos de sus líneas sostenibles -llamadas ecológicas, orgánicas, green o cualquier término marquetiniano que suene mejor- conservan las gamas convencionales, aquellas con las que, según los científicos más experimentados, hemos llegado a este punto de contaminación, obesidad y, por qué no, sociedad del «uso y tiro» que criticaré más adelante.

Vamos, en un ejemplo práctico, es como si yo tengo una marca que tiene una gama de productos que luchan por un comercio justo, igualitario y sostenible, y por el otro una línea que se dedica a deforestar, explotar y tirar residuos al río más cercano. Otro caso práctico, imaginad que yo me dedico a hacer galletas eco para niños, elaboradas con azúcar de caña ecológico y harinas integrales, y a su vez tengo otros dulces con aceite de palma, azúcar y trigo refinado. ¿Se trata del yin y yang? ¿Si haces tanto bien como mal, convalida y quedas a pre? Ojo, que igual soy yo la confundida y me estoy perdiendo algo.

En definitiva, y como broche a esta inusual explosión de palabras críticas por mi parte, quiero cerrar esta entrada hablando de lo que realmente creo que debería de ser una compra lógica y que yo baso en 3 principios básicos: cercanía, lógica y producto.

En cercanía entiendo premiar el «hecho en España» y, preferiblemente, el elaborado a menos de 100 kilómetros, en el caso de alimentos que se puedan producir en tu zona. El aceite de coco seguramente es un productazo, no lo niego pero, a no ser que la receta lo precise, el aceite de oliva español no tiene nada que envidiarle. De hecho, hay muchas más evidencias científicas del segundo que del primero.

Lógica, ¡ay, la lógica! Creo que uno de los principales problemas de esta sociedad tan «veloz», tan de cara a la galería y tan estresada por los tiempos locos está en no dedicarle más minutos al pensamiento lógico. Aquí siempre pongo de ejemplo lo que yo denomino «puré de nevera». Improvisa, economiza pero sobre todo piensa antes de comprar y, por supuesto, de tirar.

Por último, el producto. Ya sea un vestido, ya sea una carne o bien una puerta de casa. Escoge buenos materiales, invierte y selecciona. Mi padre suele decir que lo barato suele tener un precio indirecto que no vemos a corto-medio plazo. Volviendo a un caso práctico, el otro día entrevistando a un productor para mi colaboración semanal con El Comercio, me comentaba que, entre sus mermeladas artesanales y las que ofrecía la industria, había más de un euro y medio de diferencia. La explicación: el porcentaje de fruta y la cantidad de azúcar de una y otra. Eso por no meternos en el bienestar de los trabajadores o la huella de CO².

¿A qué viene este rollo, Carmen?  Pues a que en este 2018 me he impuesto a mi misma utilizar la lógica más a menudo, dedicarme tiempo a pensar y procurar ser más fiel a esos principios y valores que en ocasiones te dejas por el camino. Porque se trata de NO hacer lo que bien dijo el irónico Groucho Marx, «estos son mis principios pero si no les gustan tengo otros».

Debe de ser un poco eso lo que le pasa a la gran industria. Así que, hasta aquí hemos llegado «usar y tirar». Conmigo no cuentes.

Un abrazo gastrónomos y gracias por seguir aquí otro año más.

G de Gastronomía

Fotografía de portada: Mercedes Blanco©

 

14 comentarios

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